Un día estreché la muerte en mis brazos y le di calor a su cuerpo tembloroso. Tiritaba y se hizo pequeña y joven hasta ser una niña en mis brazos. Sus ojos cambiaron poco a poco, la oscuridad fue aclarándose y una tímida luz fue abriéndose paso. Sus cadavéricas facciones se llenaron de carne y el color apareció en sus mejillas. La inocencia y la pureza se abrieron paso disipando malicia y lujuria. Al poco se durmió y me quedé a velarla. Estaba cansado y fue invadiéndome un sopor de bienestar. Amanecía cuando fui consciente de que me había dormido. No me podía mover, me sentía entumecido. Observé que habían germinado plantas en mi cuerpo y que sus raíces llegaban hasta mis huesos. Sentía dolor, miedo y tenía frío. Notaba una presencia en mi espalda, pero era incapaz de moverme, solo podía mirar el lugar que había servido de lecho a la niña-muerte.
-Por favor, no quiero morir.
Susurré a duras penas, a esa presencia que se ceñía a mi espalda. Escuché o, mejor dicho, sentí una voz dentro de mí que me dijo.
"No vas a morir, me abrazaste, diste calor y velaste. Volví a ser humana en tus brazos y no pediste nada a cambio sólo me refugiaste en ti. Mi regalo es la vida para ti, por eso sufres, por eso duele y da miedo. Un día cuando estés cansado y no puedas sufrir más, volveré contigo y seré yo quien te abrace y no te soltaré, hasta ese día estaré sola esperando volver a sentir."
Sin más, desapareció. Cayeron marchitas las hojas, tallos, flores y raíces que se alimentaban de mi cuerpo y yo me quedé solo llorando, porque tengo que vivir hasta el final para abrazarla de nuevo.
JAVIER ORTA